EL
QUINTO PASAJERO
Por:
Lucio Marcelo Neumann
Sábado
de pampero en La Marina. Frío, desapacible. El viento hace tintinear la
jarcia y los de siempre, Gustavo, Jorge y yo desgranamos por milésima
vez nuestro rosario de anécdotas. Muchas tardes de cabina las fueron transformando.
Empujando imperceptiblemente la frontera entre historia y leyenda, agregando
a nuestra rutina pequeño burguesa la sal de la aventura, la ilusión de
haber sido aunque sea fugazmente, héroes de una novela de Wilbur Smith.
El temporal de aquella regata a Mar del Plata del 93 se convirtió en un
cataclismo cósmico. Aquellos pescadores uruguayos en la Barra de Santa
Lucia mutaron en Sandokan y sus piratas, y el aguilucho creció al tamaño
mítico del “ Eden Rock”.
La historia del aguilucho , la más inverosímil, la que nunca nadie nos
cree ….
Terminaba otro glorioso fin de semana en Colonia, ya habíamos completado
el ritual de la zarpada, siempre un poco melancólico como todo lo que
pasa los domingos a la tarde. Izamos todo el trapo fijamos, el curso y
comenzó lo que parecía ser otro cruce más. Dos horas después, “Catalina”,
nuestro Peterson 34 ceñía, amurada a estribor filando 6 nuditos. Yo en
el timón, Jorge parado en el tatabucho, mirando hacia popa, y los chicos,
Andrés y Matías como siempre durmiendo en la cabina.
El cabeceo suave de la olita, el paisaje de río sin costa a la vista,
las nubes deshilachadas y un solcito pálido de otoño me indujeron una
especie de hipnosis. El encantamiento se rompió con el grito de Jorge:
¡Mira! ¡Mira! ¿Que pasa? Me asustaste ¡Mira a popa!, por popa y en picada,
como un siniestro stuka emplumado el inmenso pajarraco se acerca, apuntando
a la cubierta y corrigiendo con maestría la deriva.
En el último segundo, un viraje escarpado y las garras que se prenden
a la galleta del palo. Asustados (y asombrados) vemos como una sacudida
del barco lo obliga a soltarse. Rápidamente nos alejamos 200 m. El escándalo
despierta a los chicos, que suben corriendo a cubierta y ven como lo inverosímil
se repite ¡tres veces!, hasta que Jorge entiende y dice: ¡ Fila todo,
que si no nos alcanza es boleta!.
Catalina pierde estropada, y el aspirante a tripulante, agotado, y volando
a ras del agua hace un esfuerzo supremo, y con el último aliento se posa
en el balcón de popa. Nos mira, entre desafiante y agradecido con ojos
de inquietante profundidad e inteligencia, esta ahí, a un metro de mi
mano, ahí, en mi copckit, con esa belleza de animal salvaje. Y nosotros
(y los chicos) metidos de golpe en un apasionante capitulo de “Discovery
Channel”, hacemos silencio para prolongar lo que suponemos será un instante
fugaz.
El viento refresca, la corredera sube nuevamente, siete nudos y mucha
escora. Se niega y tenemos que trabuchar. Sacudidas, el grito de ¡salta!
, las velas que guardapean desacompasadamente, y él sigue ahí, aferrado
al balcón. El instante fugaz se prolonga quince minutos, media hora, una
hora. El perfil de Buenos Aires empieza a crecer en el horizonte, y con
el nuestra certeza del final inminente de la aventura. Imaginamos que
con la costa a la vista, el huésped se alejara de un medio de transporte
que, como todos saben, no se invento para las aves de presa (tampoco para
los humanos normales).
Se acerca el canal Mitre, y mientras lo cruzamos el bicho cambia la pata
en la que se apoya y entrecierra los ojos, como disfrutando de la navegación.
La convivencia va rompiendo las barreras. Andy y Maty se van corriendo
a popa, sentados en la bancada de babor. El respetuoso silencio inicial
se convierte en una charla animada, y siendo la hora de la merienda, comienzan
a circular las vituallas. Matías decide que el quinto pasajero debe participar
del festín, luego de arduos debates concluimos que una bolita de carne
cruda podría ser apropiada. El ingrato la rechaza, cortes, pero firmemente.
Ya forma parte de la tripulación, y contra toda prudencia, Andrés, comienza
a acercarse más. Lenta y suavemente roza con un dedo la garra inquietante.
En lugar del previsible picotazo, se escucha un ronroneo de placer. La
mano acaricia el plumaje del pecho, la cabeza. La farola de San Isidro
por babor y Andrés parado en cubierta con el quinto pasajero parado en
su hombro, como un príncipe egipcio. Las enormes alas se despliegan, y
con un graznido aterrador nuestro compañero se aleja para siempre en el
cielo de otoño.
Lucio
Marcelo Neumann
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