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Naufragio del “Ciudad de Asunción” Por Robert Escardo |
El “Ciudad de Asunción” había sido botado en Escocia en 1929, llegando al Río de la Plata junto a su gemelo “Ciudad de Corrientes” meses después. Medía 93 metros de eslora por 18 de manga calando 9 pies. Desplazaba 2.188 toneladas y se movía a 14 nudos mediante sus 3 motores de 3.000 hp c/u. Estaba habilitado para transportar 500 pasajeros y 420 toneladas de carga.
Su último viaje comenzó a las 21 horas del 10 de julio de 1963, cuando zarpó del puerto de Montevideo. En esa época lo llamaban “barcos de la carrera” a los que cubrían el cruce nocturno del Río de la Plata uniendo ambas capitales. Partió con varios cientos de pasajeros a bordo y una experimentada tripulación que repetía esta travesía todos los días, en uno u otro sentido. En la madrugada del día 11 de julio, una cerrada niebla impedía una buena visualización de las boyas que marcaban el canal. El “Ciudad de Asunción” se desvió de su ruta abandonando el canal y así colisionó con el casco de un barco hundido, quien le abrió un rumbo bajo la línea de flotación. Según el relato de mis padres, ambos a bordo en esa trágica noche, los pasajeros fueron despertados a las 2 de la mañana con golpes en la puerta del camarote e invitados a reunirse en cubierta llevando sus chalecos salvavidas. Como era pleno invierno y no se advertía peligro inminente, la mayoría de los viajeros se vistió completamente como para descender a tierra en condiciones normales. Mi padre con su traje de invierno y mi madre con tapado de piel de nutria, importante hecho que les salvó la vida. La tripulación ayudó a los pasajeros a colocarse los chalecos salvavidas cuya cantidad era suficiente para todos. Las autoridades explicaron que el buque hacia agua por la colisión anunciando con acierto que el barco no se hundiría en su totalidad por la escasa profundidad, apoyándose suavemente en el lecho del río y dejando la cubierta superior fuera del agua. Mientras se hundía suavemente, el barco quedó a oscuras porque el agua anegó los generadores al tiempo que los cortocircuitos provocaban focos de incendio. El fuego avanzaba lentamente pero el humo tornaba el aire irrespirable obligando a los pasajeros a agruparse en la cubierta superior. El fuego siguió avanzando y comenzó la evacuación. Los botes salvavidas no alcanzaron para todos porque muchos no pudieron ser bajados al agua en buenas condiciones operativas por falta de entrenamiento de la tripulación y fallas en sus sistemas de lanzamiento. Algunos pasajeros se lanzaron al agua prematuramente movidos por el pánico mientras que otros esperaron hasta último momento para dar el corto paso que los separaba del agua cuando la nave ya había tocado fondo y el humo no les daba otra opción. Mis padres me contaron que fueron de los últimos en abandonar el barco. Mi padre, Roberto Juan Escardó, tenía un carácter firme y sereno. El sabía que no podía entrar en pánico. Lo único que podía salvarlos era mantener el cuerpo caliente y la mente bien fría. Al igual que mi madre (Adela Escardó), mi padre no sabía nadar. Su condición natural de líder lo llevó a comandar un pequeño grupo de náufragos que se reunieron sujetando la soga de uno de esos clásicos salvavidas circulares que cuelgan de las barandas de los buques. Cuando las frías aguas comenzaron a aflojar los músculos, mi padre arengaba al conjunto con fuertes gritos obligando a todos a mantenerse en movimiento constante para entrar en calor. En el grupo se encontraba el Abate Pierre, un fraile capuchino que en 1949 había creado la fundación Emaús de ayuda a los desamparados. El sacerdote mantuvo a salvo en sus brazos a una pequeña niña hasta que otro grupo de náufragos la acomodó sobre un banco flotante que los mantenía agrupados. Pasaban las horas y las primeras luces del alba alejaron la noche. En el grupo del salvavidas circular ya se notaban las ausencias. El frío entumecía las manos y los náufragos se soltaban separándose del conjunto. Mi padre sabía que si se mantenían agrupados sería más fácil que los encontraran. Con continuos gritos y alguna que otra “maldición al aire” lograba una reacción de sus “subordinados”. La salvación llegó cuando fueron avistados por el “Patrullero Murature” de la Armada Argentina. Habían pasado 4 horas y media en esas frías aguas del Río de la Plata. Desde esa horrible posición vieron el amanecer del 11 de julio de 1963. Mi madre fue rescatada desvanecida. Mi padre la mantuvo sujeta al salvavidas y así le salvó la vida. Ellos no eran jóvenes, mi madre tenía en ese entonces 56 años y mi padre 61. Ya a bordo del Murature recibieron los primeros auxilios. Mi madre recobró el conocimiento y quedó en cama en observación mientras que a mi padre le fue entregado un saco de oficial naval y se prestó a colaborar ayudando a los rescatados. Creemos que el tapado de piel ayudó a mi madre para mantener el calor de su cuerpo. También el hecho de que hayan esperado hasta el final para arrojarse al agua. Unos minutos más y la hipotermia hubiera sido fatal. Hasta aquí mi relato se basó en las narraciones escuchadas de mis padres. Los siguientes hechos los cuento como testigo presencial. Esa mañana mi cuñado médico Jorge Máspero salió temprano rumbo a su trabajo. Se detuvo a comprar cigarrillos en el kiosco donde por radio comentaban la trágica noticia. Temiendo que sus suegros viajaban en ese barco volvió a casa para confirmar. La radio decía que los sobrevivientes serían llevados al Astillero Río Santiago y para allí partimos los dos en su pequeño Fiat 600. Fuimos solos porque necesitábamos dos asientos libres para traer a mis padres. Según los comentarios de las autoridades, el calado de los barcos afectados al rescate, Patrulleros King y Murature, les obligaba a dejar los náufragos en la Base Naval Río Santiago para retornar de inmediato a la búsqueda de más sobrevivientes. La base naval se encuentra frente al Astillero Río Santiago por lo tanto un par de lanchas colectivo realizarían el cruce de los rescatados. Arribar al astillero nos llevó casi 2 horas. Al llegar comenzamos a caminar hacia el muelle entre las docenas de ambulancias que se habían concentrado para evacuar a los náufragos. Recién después del mediodía apareció una lancha colectivo con los primeros náufragos. Las escenas que presencié fueron desgarradoras. Los familiares de los náufragos se abrazaban con sus seres queridos con alegría, pero muchas veces la pregunta por el destino de algún familiar desaparecido transformaba el festejo en tragedia. Los cronistas comentaban los relatos de los sobrevivientes y yo me mezclaba entre ellos para escucharlos en silencio. A media tarde un oficial anunció que debido al inminente desembarco de los primeros cadáveres encontrados, los familiares debíamos desalojar el muelle permitiéndose solamente la permanencia de personal de ambulancias y periodistas. Mi cuñado, como médico podía quedarse y yo no estaba dispuesto a abandonar el lugar. Los marineros tomados de la mano iniciaron una barrida recorriendo de punta a punta todo el muelle. Para evitarlos subí por una larga escalera usada para reparar el techo del muelle y permanecí en lo alto. Los marineros pasaron por debajo mío y se ubicaron en la entrada para impedir el acceso. Allí estaba yo, en los últimos peldaños de la escalera, cuando el reportero gráfico Roberto Vacaro de la revista “Así” me descubrió. Me tomó la foto que aparece en este artículo y me pidió que me corriera para tomar una panorámica desde mi privilegiado sitio. Cuando llegaron los cuerpos anunciados las camillas formaron una tétrica fila a lo largo del muelle. Yo conté 53, cada uno tapado con una sabana blanca. Observé que muchos de los presentes los descubrían tratando de identificarlos y yo me mezclé también. Coincidimos con mi cuñado, mis padres no estaban entre ellos. Los cuerpos fueron retirados y no llegaban más sobrevivientes. Ya entrada la noche, un oficial leyó una lista de sobrevivientes que resultaron ser los que habíamos visto desembarcar esa tarde. Lógicamente mis padres no estaban entre los nombrados. Imprevistamente el oficial anunció que 6 pasajeros más se encontraban demorados en la sala de primeros auxilios de la base y nombró a mi madre como uno de ellos. Gentilmente nos ofrecieron cruzarnos con una lancha hasta la base. Al desembarcar encontré a mis padres abrazados aguardando para cruzar. Mi padre no había sido mencionado como sobreviviente porque su vestimenta de oficial naval y su actitud habían confundido a los encargados del informe.
La siguiente información proviene de los artículos periodísticos compilados. Allí encontramos que el Abate Pierre y la pequeña niña mencionados en este relato también sobrevivieron al naufragio. La justicia sentenció a varios años de prisión al Capitán Fernández, quien estaba al mando de la nave. El experimentado capitán falleció en la cárcel sin enterarse que un simple GPS de 100 dólares con las boyas en su memoria, hubiese evitado el accidente salvando docenas de vidas. Lamentablemente hace 38 años los GPS no existían. Luego del choque con el casco del barco hundido, la nave se detuvo en las coordenadas 34º 45,830 S 57º 27,550 W, según se muestra en las cartas náuticas actuales. Su casco terminó apoyado en el lecho del río, sumergido 9 metros en su proa y 6,50 en popa. Sólo la última cubierta quedó fuera del agua, mostrando el incendio que obligó al abandono del barco. En ese entonces, la prensa se hizo eco de los relatos y denuncias de los sobrevivientes, que reclamaban en busca de los responsables. El diario Clarín de Buenos Aires, estableció una sección especial del periódico titulada “Cuando la Negligencia es Crimen”, donde se investigó el accidente exhaustivamente durante muchos meses. La justicia también hizo su parte, pero los resultados no conformaron a los familiares de las victimas ni a los sobrevivientes, a quienes se les ofreció una irrisoria y ofensiva indemnización monetaria equivalente al valor de una maleta. Roberto Escardó Fax.News.Service@att.net Copyright Fax News Service Derechos cedidos a CiberN@utica, sólo para su publicación en su Web Site. Prohibida la reproducción total o parcial de este artículo. ====================================================== |