Nuestra Señora de la Luz
La ciudad de San Phelipe y Santiago de Montevideo había nacido hacía unos veinticinco años atrás, alrededor del año 1724 y bajo una circunstancia forzada por la presión portuguesa. Concebida originalmente para dominar el margen oriental del Río de la Plata, detener el avance portugués y sostener la hegemonía de la ciudad da Santa María del Buen Ayre, fundada bastantes años antes; ya para 1749 la ciudad de Montevideo iba imponiéndose y adquiriendo su propio apogeo como excelente puerto natural de las naves de Su Majestad, tanto por su protección como por la profudidad suficiente para el calado de navíos importantes. Lamentablemente el que no recibiera los mismos privilegios de cobro de impuestos y otros que gozaba el puerto de Santa María del Buen Ayre, con los años fue el crisol donde se fundieran los motivos de los enfrentamientos que ocuparon a ambas ciudades durante muchísimos años. La ciudad se extendía fuera de la línea de la muralla, totalizando un número aproximado de cien casas. Eran simples, de una sola planta, la mayoría con techos de paja y utilizándose en su contrucción la piedra, dada la abundancia de este elemento en la zona. Sus interiores eran en general sencillos y austeros. Típicamente era una sala de entrada seguida de varios cuartos. Por la existencia de indios, negros y mestizos que formaban la clase social baja y temida, los moradores construían sus casas sin más abertura al exterior que una reducida puerta de entrada y una pequeña ventana cerrada interiormente. En el marco de esta ciudad austera cuyo aislamiento geográfico era roto solamente por las novedades que traían los navíos que arribaban a puerto en su ruta al Perú o a Buenos Aires, la vida de los pobladores se limitaba a su ciudad, a la ciudad que poco a poco se fue convirtiendo en su patria. Estaban rodeados por un lado por el mar, que no pocas veces era frecuentado por navíos enemigos o corsarios y por el otro lado el campo agreste, dominio del bravo Charrúa que de tanto en tanto acechaba los rancherios y estancias que comenzaban a extenderse más allá de la muralla, en procura de la asombrosa producción ganadera que tenía el margen oriental del Río de la Plata. El ganado salvaje se multiplicaba de una manera tan creciente cada año, que no dejaba de maravillar al español. De esta forma, con una vida fácil por la abundancia del dinero obtenido con el ejercicio de la ganadería recolectora y con las cortas necesidades de esta sociedad, el paisaje silencioso, calmo y la monotía del día sólo eran interrumpidos por el paso de alguna carreta, al tañir de las campanas de la Iglesia o el cañonazo del fuerte que anunciaba la salida y la puesta del sol. A la caída de éste, luego del toque de oración y con las pocas tiendas cerradas, la tranquilidad era absoluta y muy raros transeúntes rompían la oscuridad de la noche. Todo ayudaba a que Montevideo fuera una ciudad tranquila y serena. Dentro de la predominante clase pudiente, los hombres y las mujeres se levantaban muy tarde, excepto aquellos dedicados al comercio. Los demás ocupaban sus mañanas en fumar y conversar con los vecinos y amigos. Hablaban por horas, tomaban mate y regresaban a sus hogares a la hora del almuerzo. Era raro ver a un español caminando y en general se veía a tantos transeúntes como jinetes. Luego de comer, todos los habitantes, amos y esclavos por igual, sin excepción, dormían la siesta. Por la tarde se reactivaban las tareas y los hombres cumplían con las exigencias derivadas de sus cargos reales, oficios públicos o comercio. El 29 de marzo de 1748 se constituyó en Lisboa una sociedad de responsabilidad limitada para ejercer el comercio sobre el tráfico de ida y regreso al puerto de Santa María del Buen Ayre del navío de registro "Nuestra Señora de la Luz", con bandera y tripulación portuguesa y con licencia de Su Majestad Católica; licencia otorgada con bastantes y generosos privilegios en comparación a los extendidos en la época, lo que se vio reflejado en el alto valor comercial de dicho navío. Los integrantes de esa sociedad habían previsto que la carga llevada desde Lisboa, valuada aproximadamente en $ 1.300.000, iba a ser vendida en los puertos de Buenos Aires, Chile, Lima y Potosí. De los totales producidos por la venta de la carga, pagarían en total el 50% a Su Majestad por los derechos de comerciar con Las Indias e impuestos correspondientes. Descontadas todas las erogaciones, se repartiría el saldo de ganancia en Buenos Aires. Para el regreso, se previó que se tomaría como carga, desde mercadería de terceros hasta la compra por cuenta de la compañía dueña del navío de cueros y otros efectos para comerciar en Europa. El 21 de octubre de 1748 arribó al Puerto de Buenos Aires la fragata "Nuestra Señora de la Luz". Un navío de una sola cubierta y clasificado oficialmente como de guerra. Su diseño original había sido modificado para adaptarlo a las necesidades del tráfico comercial con Las Indias para el transporte de carga y pasajeros, contando con no más de 15 cañones, capacidad de unas 217 toneladas de carga útil, poco calado y unos 30 metros de eslora. Se presumía que su arribo y estadía serían normales y comúnes al movimiento de aquellos años. Muy por el contrario, si bien el navío estaba en condiciones de zarpar rumbo a Lisboa nuevamente para fines de marzo de 1749, estuvo inexplicablemente demorado hasta la segunda quincena de marzo de 1752. Durante el transcurso de esos años, una serie de hechos extraños rodearon a la embarcación. Desde el inusual cambio de Capitán, con una oscura trama de demandas y juicios, hasta la gran interrogante del porque de su prolongada estadía. Para 1748 ya había sido constituida la Casa de la Moneda de Santiago de Chile. Un año depués, ésta ya comenzaba a realizar sus primeras acuñaciones en serie a máquina, acaparando al próspero mercado de América del Sur; el cual no podía acuñar su oro y plata si no era a través de las Casa de la Moneda de Lima o Postosí. Secretamente, una parte muy importante de la producción total de monedas acuñadas durante los años 1749 a 1751 en Santiago, fue paulatina y discretamete reservada para ser embarcada en un navío que se hallaba fondeando en el puerto de Buenos Aires, a la espera de tal preciada carga. De esa millonaria producción, alguien muy importante, un militar o político de Su Majestad, había dispuesto que se le enviaran $ 200.000 equivalentes a unas doce mil quinientas monedas de oro de veintiocho gramos de peso cada una, en forma extremo reservada; para ser embarcadas en ese navío que viajaria solo y sin naves que lo escoltaran. Hacia fines del mes de marzo de 1752, el navío elegido zarpó de Buenos Aires llevando a su bordo pasajeros, registro de caudales particulares y bultos generales; según el manifiesto de carga. En la acostumbrada usanza para el regreso, la nave cargada debería haber hecho una breve escala en el puerto de Montevideo y casi inmediatamente haber partido hacia Lisboa, su destino final. Pero contrariamente a ello, al arribar a Montevideo prolongó su estadía por tres meses más, hecho que no fue casual ni imprevisto, tal como surge de la precaución tomada por algunos de los pasajeros que llevaron el suficiente dinero con ellos, para cubrir sus gastos de manutención en los días que se demorara en Montevideo la partida definitiva. En la mañana del domingo 2 de julio de 1752. doce tripulantes y el Capitán del navío, junto con algunos pasajeros, se encontraban en tierra realizando los últimos detalles del alistamiento para la partida de la nave. Sorpresivamente y no tanto para quien conoce el Río de la Plata, el viento comenzó a arreciar, haciendo imposible la maniobra de embarcar a los miembros que se hallaban en tierra junto con el ganado en pie y otros víveres. La fragata con casi toda su carga y sin sus oficiales de mando, solo con el resto de los pasajeros, los marineros y los grumetes, fue obligada a fondear a unas tres millas de la boca del puerto, primera medida acostumbrada en la época en precaución a la "Sudestada" que se estaba gestando. En las primeras horas de la tarde, el viento que ya preocupaba a quienes estaban en tierra y mar, se convirtió en un temporal tan fuerte que hizo inútiles todos los intentos de abordar el navío. El Capitán, oficiales y los pocos pasajeros que habían quedado sin embarcar, observaban impotentes desde tierra como la indefensa nave era castigada por el mar que amenazaba arrojarla sin compasión contra las piedras de la costa. La fragata cada vez se alejaba más y más en busca de un lecho firme, intentando fondear de alguna manera y soportar la tormenta. Antes de finalizar la tarde, el temporal se hizo tan fuerte que oscureció prematuramente, negando a los que observaban desde tierra seguir el destino del navío. Cuando volvió a amanecer, la nave había desaparecido... La fragata "Nuestra Señora de la Luz" cuando se desató el furioso temporal, soportó orgullosamente el castigo del mar y del viento que la acosaba hasta con ráfagas de unos cien kilómetros por hora. Estaba indefensa procurando un desesperado intento de conservar las ciento treinta y un almas que albergaba en su interior. No tenía la suficiente capacidad para soportar por mucho tiempo ese temporal. Las terminantes opciones a elegir no eran muchas... o se corría con la tormenta capeando el temporal o se soportaba la situación hasta donde se pudiera, ...hasta que el mar liberara a su presa. La decisión de enfrentar a la tormenta dejó de ser opción para convertirse en el único recurso de vida. Sus pocos experimentados marineros comenzaron a correr el fondeo del navío para alejarse del puerto, hacia el cual eran empujados incontroladamente, buscando así guardar distancia del mismo y de sus peligrosas rocas ocultas. Llegó un momento en que el ancla comenzó a garrear, saltando en el fondo para darle bruscos tirones al navío, cual concreta amenaza de que sería desgarrado en pedazos. El viento y el mar no daban ventajas, el castigo era contínuo y cada vez más intenso contra el casco de la nave. Cuando el viento, ya dueño absoluto de la situación, soplaba a unos ciento diez kilómetros promedio por hora, los defensores del navío decidieron capear la tormenta. La intención era correr con ella tratando de conseguir un rumbo que los llevara paralelos a la costa, a la cual ya no podían ver... Los pasajeros fueron refugiados bajo la cubierta, a resguardo de la cruel tormenta y lejos de las peligrosas maniobras. Al ocultarse, sabían que habían dejado el resguardo de sus vidas en las manos de los marineros. Los cabos de los fondeos estaban tan mojados y apretados que parecían lanzas que buscaban vida aferrándose al fondo del mar. Tuvieron que picarlos al no poder maniobrar con ellos y con alguna escasísima superficie velada, se soltaron al viento y comenzaron a navegar junto con la tormenta. Corregían el escorado rumbo, a fuerza de timón, buscando desesperadamente un camino paralelo a la costa, la cual no sabían exactamente donde estaba... Sabían ellos, los defensores de la fragata, que hacia el Este del Puerto de Montevideo había una oculta y traidora formación rocosa a modo de trampa mortal, conocida hoy día como la roca del Buen Viaje, la cual era el primer obstáculo que debían salvar para vivir... La fuerza del viento y sus ráfagas ganaron el control de la fragata. Esta navegaba en la voluntad del temporal y mientras luchaba completamente escorada y sin soltar queja al castigo del mar, la tormenta le rompió los cabos que sujetaban sus velas... Los paños cayeron y entregaron al viento su espacio para que éste ganara ventaja en la desigual pelea... La desesperación se hizo cómplice de la desgracia. Los marineros tenían que reducir la superficie expuesta al insensato viento... A riesgo de resbalar sobre el casco del navío, algunos valientes alcanzaron a picar los cabos y palos y dejaron que todo cayera por la borda, no ha modo de entrega sino de pelea... Mástiles, jarcias y enredos de cabos caían al mar... La nave, ahora estaba más liviana y tenía su centro de gravedad más bajo; por lo que recuperó un poco la escora, pero aún seguía navegando en la voluntad de la corriente y el viento... Cabalgaba frenéticamente las olas rumbo directo a la costa que no podía ver, pero que allí seguramente estaba esperando... Repentinamente el barco pareció tranquilizarse. La medida de picar la arboladura había resultado efectiva. Durante varios minutos los tripulantes y pasajeros fueron hamacados suavemente por el ahora lento vaivén del navío. Los marineros continuaban en su esfuerzo por corregir el rumbo, con el único recurso del timón. Sabían que el peligro no había pasado. El temporal no terminaba y el viento continuaba soplando con furia tratando de volver a capturar la presa que había perdido. En el interior de la fragata los desesperados pasajeros, en medio de una ciega oscuridad, sintieron que sus almas se llenaban de esperanzas al advertir que los violentos golpes contra las olas, habían sido cambiados por un ondular continuo y suave. En cubierta, los inexpertos marinos, ateridos por el frío y en medio de esa calma comenzaron a escuchar el murmullo que formaban las plegarias de los encerrados debajo de ellos. En determinado momento, poco a poco, muy lentamente, la fragata fue virando para poner proa al temporal. Los marineros se miraron atónitos sin entender que sucedía... La nave, al carecer de superficie velada, comenzó a girar sobre si misma haciendo que el castillo de popa actuara como vela. El viento corría ahora libre por la cubierta y embolsaba enfurecido y vengativo, en la superficie que presentaba la construcción sobre popa y que era el alojamiento de oficiales y capitán. Como en la peor pesadilla marina imaginable, el barco comenzó a navegar hacia atrás. El apocalipsis los había ganado y las desesperadas plegarias ya no eran suficientes... En un momento, una de las bandas hamacadas por el viento y el oleaje, en una interminable escorada, sobrepasa lo que la fragata podía soportar... La vuelta campana sorprendió a los marineros y atrapó a todos los pasajeros que quedaron encerrados bajo la cubierta. Lo que era abajo era arriba y lo que era penumbras y esperanzas se hizo oscuridad total, mar y muerte. El navío mortalmente vencido con su vientre hacia el cielo de los rayos, mientras se terminaba de inundar y destrozar, acompañando en la muerte a todos sus marineros y pasajeros, derivó al capricho de la naturaleza hasta sumergirse en algún punto, lugar del cual aún después siguió derivando, arrastrándose sobre el fondo, hasta quedar finalmente atrapado en algún rincón del lecho del Río de la Plata... Durante los cinco días que le siguieron, nadie supo nada de la fragata. El 7 de Julio, los primeros restos del naufragio eran encontrados en la costa en una extensión de casi ocho leguas. Los pedazos de la fragata "Nuestra Señora de la Luz", a la semana de su hundimiento, contaban su desgracia apareciendo testimonialmente en toda la costa que actualmente va desde Carrasco hasta Castillos. Sólo treinta y dos cuerpos sin vida dejó el mar para que el viento y la corriente devolvieran y depositaran en la costa. Cerca de cien desaparecidos y ningún sobreviviente. El naufragio fue intensamente buscado durante meses. Recién el 4 de setiembre de 1752, dos meses después de su pérdida, es hallada una parte importante de la estructura del navío. Luego de dos meses de trabajar sobre él, el cual a la usanza de la época era despedazado mediante el uso de grampines y luego buceado, el 29 de noviembre de 1752 logran llegar a la bodega y rescatan durante el transcurso de tres años, hasta casi el 90% de su carga declarada; la cual no incluía el embarque secreto de los $ 200.000 ni el contrabando de pasajeros. Luego de una diferencia entre el Capitán General Andonaegui de Buenos Aires y el Gobernador de Montevideo Joseph Viana, a raíz de una instrucción de no divulgar el contenido de unos bultos enviados en el naufragado navío, Adonaegui le escribe el 15 de febrero de 1753 a Viana una carta donde concretamente lo informa que en dicho navío se transportaban $ 200.000 que no figuraban en el registro de carga, o sea que tenía conocimiento que era contrabando. Sucesivamente a su hallazgo en 1752 y por treinta años se buceó oficialmente su naufragio, extrayendo siempre, en mayor o menor cantidad, monedas de oro, plata, joyas y objetos personales; hasta que debido a la presentación de sus restos, la extracción se hizo en extremo difícil y peligrosa, por no contar con medios ni tecnología suficientes para enfrentar en ese entonces, a las igual que hoy, frías y no visibles aguas del Río de la Plata. Pintura de los barcos
cortesía de William Trotter NOTA de la Expedición: Luego que unas 24 fallidas expediciones intentaran ubicar sus restos en la edad contemporánea, el naufragio de "La Luz" fue encontrado en marzo de 1992 por los mismos miembros de la tripulación que actualmente integran la Expedición Animas. A pesar que, según la documentación de la época, a los pocos años de su hundimiento el "total de la carga oficial" ya había sido rescatado; durante los trabajos de salvamento que se realizaron desde abril hasta diciembre de 1992 se lograron recuperar más de 2000 monedas de oro de una excelente calidad y conservación; más de 500 monedas de plata en buen estado; doce cañones de hierro y un sin número de balas de cañón y artefactos varios. Se presume que aún una parte importante del cargamento de monedas de oro está perdido, esperando a ser descubierto... Tales trabajos en nuestros tiempos, ratifican una vez más la vieja usanza del transporte del contrabando abordo. No importan los registros oficiales. "Siempre" a bordo se llevaban enormes sumas que escapaban al celoso control de la Casa de Contratación de Sevilla. HORACIO M. PARDO |